Seguimos explorando con baquetas, cubos y guitarras a ritmo de rock, hip hop, disco, percusión
corporal; practicando yoga, parkour, acrosport y cuentos en la primera hora de la mañana.


Hemos conocido a las principales deidades egipcias y la cultura de dicha civilización a través de
retos de asociación de ideas y crucigramas; y puesto en práctica el género narrativo a través de la
creación de historias colaborativas con dados ilustrados.

También trabajamos retos de
prehistoria, investigamos el método ABN en matemáticas con los morados y juegos en inglés en
la pista. Palets, libros viejos, corchos… En el taller comenzamos diferentes decoraciones para la
celebración de final de año, tarjetas de felicitación, árboles navideños y estrellas.

Continuando con la exploración de las posibilidades del taller, dimos un salto a máquinas eléctricas como la ingletadora, la clavadora o la lijadora de banda para los más manipulativos mientras los más tecnológicos siguen con la edición de pequeños vídeos.
El grupo de cocina, acompañados por Nuria y Susana, ha trabajado la disciplina mientras
preparaban hamburguesas de garbanzos, patatas con mayonesa, brownie y bizcocho de calabaza
y una receta de bizcocho propuesta por Vera. Muy rico todo.
El grupo de teatro, con Nuria, ha comenzado su andadura en el mes de diciembre para que
pudieran acercarse a ese mundo y conocerlo.
En diciembre tuvimos dos salidas: una por la senda fluvial del río Miera aprovechando para
deleitarnos con la belleza del manto otoñal y tomar fotos. La otra excursión la hicimos el último
viernes, por Liérganes.


Tras una primera toma de contacto con la técnica de síntesis Visual Thinking, la hemos puesto en
práctica a través de la historia de la antigua civilización griega.
En la primera sesión de los conceptos elementales de informática y uso de un ordenador nos
iniciamos con el sistema operativo, sus funciones más básicas como uso del escritorio, generar
carpetas, instalación de programas y desinstalado, etc.
Además, este mes agradecemos la presencia de Pablo y Arwen, con quienes hemos aprendido
cuestiones importantes sobre la educación canina y hemos podido ver en la práctica las
habilidades de una perra de búsqueda.
En los retos de lengua y literatura hemos explorado la mitología griega a través de un fragmento
de la Odisea y de un juego sobre las deidades griegas y sus atributos. El reto en geografía ha sido elaborar de forma colaborativa un mapa del mundo sobre el que iremos ubicando cosas
interesantes que vayamos aprendiendo.
En los retos de ciencia hemos investigado la luz y el sonido su historia de descubrimiento a través de experimentos, un juego de colores, la cultura y arquitectura en la civilización griega y los mares, ríos y sistemas montañosos de Europa. Durante los momentos de
ritmos/yoga/movimientos, así como arte/música hay quienes han decidido aprovechar para
ensayar los números que escenificaron en el mercadillo y quienes han seguido con sus proyectos.
También tuvimos presentación de proyectos.
Durante la celebración del mercadillo disfrutamos de chocolatada (con diferentes tipos de
galletas hechos durante los talleres de cocina), pintacaras, varios puestos de venta de artesanía y
libros de segunda mano y unas cuantas actuaciones musicales. Sobaos El Macho nos donó también varías cajas de sus sobaos, al igual que el año anterior.

Nos acompañó también Fernando, vecino de Mirones, con sus aves rapaces. Lo disfrutamos mucho. Gracias por vuestra implicación.


Cada día surgen nuevas situaciones, se afianzan lazos, nuevos retos que afrontar, momentos de
reflexión, etc. Una educación viva como la vida misma.

Para finalizar queremos compartir con vosotros parte de nuestra formación con Jordi Mateu en educación viva con una herramienta de autoconocimiento para ayudarnos a descubrir cuál es nuestro patrón de acompañamiento
con nuestros niños y niñas.

Jordi Mateu

Director de CAIEV (centro de asesoramiento e investigación de educación viva) y director de Calaulet (escuela de educación viva). También es asesor de profesores y centros educativos, antes para el departamento de pedagogía LIC de Cataluña y ahora de forma privada.

Lo adecuado parte de la percepción, por tanto no puedo saberlo hasta que viva la situación, pero sí puedo descubrir lo que hago cotidianamente que no es adecuado, sí puedo descubrir los personajes que habito y sus motivaciones.
Hay muchas ramas terapéuticas que nos pueden ayudar a conocernos más. Cada persona quizás sienta una mayor afinidad, al menos de entrada, con algún tipo de enfoque: cognitivo conductual, psicoanalista, sistémico, expresivo, bionergético, etc. Muchos de estos caminos de auto conocimiento se ayudan de prototipos de la personalidad para
facilitar el proceso de descubrimiento, como por ejemplo el eneagrama, la astrología, los tipos junguianos, etc.
Tomados como una herramienta de trabajo, y no como una verdad, los rasgos y los tipos de personalidad pueden servir como un mapa del territorio que nos ayude a orientarnos. Pero no debemos olvidar que son tan sólo eso, una abstracción idealizada de una realidad siempre mucho más compleja y dinámica.
Los rasgos de la personalidad se expresan sobre todo a través de la relaciones, por lo tanto, en la crianza de los hijos también aparecen tipologías. Algunas de los tipos de acompañamiento más comunes en nuestra sociedad son el directivo, el motivador, el protector, el ausente, el excluyente y el igualitario. A continuación iremos presentando
cada uno de ellos para ayudarnos en ese proceso individual de auto observación. Los tipos de acompañamiento no deben ser entendidos como totalidades excluyentes entre sí. Lo frecuente es que uno se sienta reconocido en muchos de ellos. Como digo, para mí son tan sólo una herramienta de trabajo, no vayamos a confundir el mapa con el territorio.
Las maneras prototípicas de relacionarse de cada tipo de acompañamiento pueden ser todas adecuadas en el momento adecuado. Si es así, no se trata de un método o una tipología, sino de una acción concreta en un momento dado. Cuando hablamos de tipos de acompañamiento, nos referimos a acciones cotidianas que no parten de la percepción, sino de la proyección del adulto, y en ese sentido no son adecuados en el cuidado del otro.
Para analizar cada tipo de acompañamiento vamos a describir en primer lugar lo que observamos que hace el adulto, para después especular sobre las posibles motivaciones de esa conducta, y algunas de las posibles consecuencias que puede tener ese estilo de crianza sobre la personalidad del niño.
El acompañamiento directivo
En este patrón de relación el adulto manda, enseña o aconseja constantemente al niño sin que éste le haya formulado ninguna demanda. El adulto establece un objetivo y dirige al niño hacia la consecución de éste. Lo esencial, en este tipo de acompañamiento, es llegar al resultado esperado, más que vivir el proceso. Es el modelo de acompañamiento típico de la escuela convencional, donde el maestro estructura toda la jornada escolar y todas las actividades de los alumnos: Ahora toca matemáticas, abrid el libro en tal página y haced tales ejercicios; ahora
salimos al patio a jugar; ahora vamos a cantar.
Según un estudio, los niños reciben una media de 400 órdenes al día. Si esto es así, si un niño duerme de promedio unas 10 horas diariamente, suponiendo que sus padres no le den órdenes también mientras duerme, esto implica que recibe aproximadamente una media de unas 30 órdenes por hora, es decir, una orden cada dos minutos.
Desde luego hay situaciones en las que es necesario ser directivo con un niño, ¿Pero tanto? A veces, cuando me cuestiono las cosas que digo o hago con mis hijos, me pregunto ¿Le haría esto a otro adulto? Y a menudo descubro que con los niños a veces nos comportamos de una manera que con relación a otro adulto nos reprimiríamos o bien lo consideraríamos insensible o agresivo. ¿Por qué dirigimos tanto a los niños? ¿No será que los niños, en nuestra sociedad, no han conseguido todavía el estatus de “legítimos otros”, como era el caso con las mujeres o con personas de piel oscura no hace tanto tiempo? En todas esas situaciones había también razones buenísimas para justificar esa desigualdad: son inferiores, no saben, no tienen capacidad, etc.
Los adultos estamos tensionados constantemente por la intención de cambiar al niño. Partimos de la idea de que el niño es un ser incompleto, que no tiene sabiduría y que necesita mejorar. Y en cierto sentido es verdad que el niño, al igual que el adulto, es incompleto y necesita mejorar. Los niños pequeños no tienen todavía la suficiente capacidad y experiencia para valerse por sí mismo en la sociedad. Están todavía en una etapa de ser cuidados y acompañados. Sin embargo, si se les da la oportunidad y las condiciones son las adecuadas, los niños pueden hacer y aprender la mayoría de cosas por sí mismos.
La mayoría de escuelas establece mecanismos de instrucción para el aprendizaje de la lectura y la escritura.
Mayoritariamente se parte de la base de que los niños no pueden aprender a leer y escribir por sí mismos y por tanto hay que diseñar un sistema lineal y secuencial de instrucción. Pero, ¿es realmente así? Por supuesto que no.
Muchas familias y escuelas no convencionales saben por experiencia que los niños pueden aprender a leer y escribir de manera autónoma, partiendo de su deseo y en función de sus ritmos. De hecho, es una habilidad en general bastante sencilla de dominar, en la edad adecuada,si se dan las condiciones y los estímulos ambientales necesarios.
Decía Ivan Illich que lo primero que te enseña la escuela es que necesitas una escuela para aprender. Al ser enseñados y dirigidos innecesariamente, los niños van perdiendo su curiosidad y su capacidad de aprendizaje autónomo, y van desarrollando mayor dependencia en relación al adulto o quien represente la autoridad.
El adulto a menudo dirige también al niño porque quiere que este haga algo o domine alguna habilidad en un tiempo y momento determinados, de una manera concreta o con un resultado prefijado. Lo importante para el adulto es que el niño alcance el objetivo: recuerde conceptos, domine procedimientos, desarrolle actitudes. En definitiva tener, porque en el tener basa el adulto el valor del Ser. Acumular información para poder estar preparado para el futuro. Como el futuro es incierto, piensa el adulto, cuanta más información acumule el niño, mejor.
La escuela convencional parte también de esta premisa, por eso los contenidos escolares son tan extensos, tanto que la escuela tiene que alargar su intención instructiva más allá de ella, con deberes y tareas que impactan la vida doméstica del niño, y su familia. Hay tantos conocimientos que aprender, que la jornada escolar ya no tiene suficientes horas ¿Os imagináis que cada día tuvierais que llevaros trabajo extra a casa, dedicando unas dos horas más de vuestro tiempo personal a tareas laborales, desde luego sin cobrar más? ¿Por qué no? ¿No está el adulto también en etapa de continuar aprendiendo y de mejorar su hábito de esfuerzo?
La relación con los niños está tensionada constantemente por el deseo del adulto de que el niño aprenda y acumule información. Algunas escuelas, por ejemplo, utilizan una metodología que se conoce como trabajo por proyectos, que actualmente se considera una característica de innovación educativa. En esencia, los niños estudian un tema elegido por ellos en vez de seguir el itinerario marcado por un libro de texto. Se argumenta que al partir de su interés, la motivación de los niños es mayor. Sin embargo, la mayoría de ejemplos de trabajo por proyectos que observo continua basándose en la misma idea de fondo: que el niño acumule información. Si los niños hacen un proyecto sobre volcanes, por ejemplo, de lo que se trata es que se pregunten qué saben y qué desean saber sobre el tema, que accedan a información sobre volcanes, y finalmente que muestren lo que han aprendido en algún mural, dossier, o presentación digital. ¿De eso se trata aprender, de repetir con palabras propias lo que otros han investigado y dicho anteriormente? ¿De acumular información? ¿Es la información un objetivo en sí mismo, o es un elemento a merced de la construcción de la persona?
Si el énfasis educativo se basa en dirigir al niño para que retenga y acumule información, es fácil que la persona piense que no sabe y sienta un vacío que le lleve a buscar ansiosamente remedio a su carencia. El niño ya no se mueve entonces por curiosidad innata, por el mero placer de hacer y vivir, o por deseo de satisfacer una necesidad interna, sino desde la angustia de llenarse de información, de tener más, de prepararse más para el futuro, desde el miedo a no llegar a ser, desde la sensación de carencia. Y desde esa vivencia aprendemos a juzgar y comparar a los demás. Tanto tienes, tanto sabes, tanto vales.
A menudo dirigimos también a los niños porque pensamos que hay una única manera, la que nos enseñaron a nosotros, de realizar la tarea en cuestión y que ésta ha de ser traspasada por instrucción. Al hacer esto, robamos al niño la posibilidad de encontrar sus propias maneras, de construirse a sí mismo, de confiar en su potencial creador.
El aprendizaje en la escuela, por ejemplo, del algoritmo de las operaciones básicas de cálculo acostumbra a ser una muestra de esto.
Hay infinitud de maneras para sumar, restar, dividir y multiplicar. Cada cultura tiene las suyas. Y los niños, si se les da la oportunidad, desarrollan también sus propias maneras de simbolizar las operaciones que realizan con materiales manipulativos como las regletas de base diez. Acompañado por el adulto, el niño toma, por ejemplo, tres unidades, añade cuatro más al grupo, y las cuenta. Cuando el adulto le pide que represente lo que ha realizado sobre un papel, cada niño inventa sus propias maneras de hacerlo. Algunos dibujan los cubitos de unidad que han utilizado, dibujan tres cubitos en un lado del papel, y cuatro en otro, representando de esta manera los factores de la operación. Otros añaden un círculo que engloba las dos cantidades, simbolizando así también la operación de suma. Otros representan los cubitos con cruces o líneas, mostrando así un sistema de mayor abstracción. Y otros utilizan símbolos numéricos.
Sin embargo, el aprendizaje de las matemáticas en la mayoría de escuelas convencionales introduce los símbolos numéricos y los algoritmos de las operaciones antes de que los niños hayan inventado sus propios símbolos. El adulto enseña un método y pide al niño que lo repita, y al hacer esto roba al pequeño la posibilidad de construir sus propias maneras. Como resultado de todo ello, no tan sólo se transmite la idea de que las matemáticas no pueden ser construidas por uno mismo, sino que se obstaculiza gravemente el desarrollo de la inteligencia creadora innata del pequeño.
Otra razón para dirigir a los niños es el deseo del adulto de que los niños se integren y adapten al grupo social. El ser humano es un ser gregario. El grupo nos proporciona la seguridad y la vinculación necesarias para sobrevivir.
Pertenecer al grupo es pues una necesidad vital para los primates. Dado que todo sistema tiene como máximo objetivo la supervivencia y la reproducción, las generaciones anteriores tenderán a enseñar sus ritos, convenciones, y conocimientos a las posteriores, que se sentirán invitadas a imitarlos y repetirlos.
Los sistemas humanos tienen, por tanto, una tendencia natural a la estabilidad y la homogeneización. Igualmente el ser humano tiene una necesidad natural de pertenecer, imitar, e integrarse al grupo.
Por otra parte, sin embargo, innovar, cuestionar y cambiar lo establecido, es también una pulsión innata en el ser humano. Cada persona es un ser único y especial, que necesita desplegar todo su potencial humano, cada cual con sus pasiones y talentos propios.
En esas dos tensiones se mueven nuestras vidas: por una lado necesitamos pertenecer y vincularnos, por otro necesitamos ser autónomos y desarrollar nuestra individualidad.
Según el Budismo, existen tres pecados capitales: dar lo que no tienes, la vanidad; no dar lo que tienes, el miedo a ser; y no entregarse a distinguir lo primero de lo segundo, la pereza.
Cuando el grupo humano prioriza excesivamente la homogeneización por delante del respecto a la naturaleza propia de cada persona, el individuo se siente frustrado e insatisfecho, como una planta que intenta crecer dentro de un contenedor de vidrio demasiado estrecho. El receptáculo le proporciona seguridad, pero también mucho dolor. No llegar a ser uno mismo es una causa de insatisfacción y dolor.

Todo padre y madre desean que sus hijos sean felices. Por una parte deseamos que nuestros hijos puedan encontrar su camino, ser ellos mismos. Por otra, también queremos que se sientan vinculados, amados y en paz con los demás.
No deseamos que se sientan inadaptados, cuando por tal cosa imaginamos una persona agria, aislada o no suficientemente preparada para integrarse en el grupo social.
En la mayoría de presentaciones sobre escuelas alternativas en las que he participado acostumbran a formularse las mismas preguntas por parte del público asistente. Una de las preguntas más típicas es: ¿Qué pasa cuando esos niños se incorporan al instituto, la universidad, o el mundo laboral? ¿No sufren una gran conmoción? ¿Son capaces de adaptarse a la vida real?
En el trasfondo de esta pregunta aparece la creencia de que la adaptación del ser humano a un contexto nuevo es el resultado del hábito y la preparación previos. En realidad, la idea no se sostiene ante un mínimo análisis.
Una de las ideas que el sistema político y económico hegemónico lanza a la Sociedad es la de promover en los niños la así llamada cultura del esfuerzo. Según esta idea, esforzarse es bueno y consiste en una actitud que se desarrolla con el hábito. Por lo tanto, educar implicará conseguir que los niños se esfuercen en hacer las cosas, que no abandonen ante las dificultades, sino que mantengan su ímpetu a pesar del desgaste.
La idea parece convincente porque se basa en realidades vividas por cada uno de nosotros, aunque está llena de verdades a medias e intereses ocultos. Todas las personas hemos tenido alguna experiencia en que nuestro esfuerzo ha servido para conseguir un objetivo que se nos resistía. Desde luego, abandonar en seguida ante la mínima dificultad no es una actitud al servicio de la supervivencia. Pero ¿esforzarse cómo hábito es una actitud buena?
De nuevo aparece el juicio que clasifica la realidad en buena y mala. Desde mi punto de vista la situación es mucho más compleja. Si uno empieza a leer una novela de quinientas páginas, y al llegar a la página veinte, siente que no tiene más ganas de continuar porque no le satisface la experiencia, ¿tiene sentido esforzarse en leer las cuatrocientas ochenta páginas restantes por hábito? ¿O sería más adecuado dedicar el tiempo y la energía a otras tareas más interesantes?
¿Y qué pasa cuando una persona, un niño, abandona todo enseguida? ¿No debemos intervenir para ayudarle a sostener el esfuerzo?
A mi modo de ver, para saber cuál es la intervención adecuada, debemos conocer al niño y las sutilezas de lo real.
Puede haber muchas razones por las cuales un niño abandone una actividad. Hay personas cuyo temperamento les lleva a cambiar el foco de atención con mucha frecuencia. Algunas personas tienen un sistema mental muy activo,
tienen mucha cualidad vertical y aire de nacimiento, y esto les puede llevar a planificar y empezar muchos proyectos. Este tipo de personas suelen probar muchas cosas, pero no les resulta fácil profundizar en ellas. Al no profundizar, es fácil que la relación con el otro, con el objeto, o con sí mismos no sea muy intensa, y esto les impida acceder a ciertas comprensiones sobre la vida que son el resultado de una entrega mayor.
Otras personas abandonan los proyectos al poco de iniciarlos porque temen fracasar y vivir de nuevo el dolor de no sentirse válidos, aceptados y amados. Cada relación con una tarea les hace revivir, quizás, el fracaso de la vinculación con su familia de origen. Esa autoestima dañada les lleva a no entregarse a la relación y escapar de la situación.
Cuando un niño en nuestra escuela se encuentra en esas situaciones, en general intentamos acompañarlo para que transite la vivencia en compañía de un adulto que le ayude a descubrir qué le fortalece en cada momento. Y si lo que le fortalece es sostener el esfuerzo, entonces lo acompañamos para que sostenga la atención y concluya la actividad. Como digo, la intervención del adulto parte de la percepción de lo que es adecuado en cada instante. En cambio, cuando el pequeño abandona una actividad porque ya ha tenido suficiente vivencia, o bien porque ha aparecido un deseo más intenso, o bien porque el fruto anticipado no compensa el esfuerzo que debe realizar, no parece que tenga mucho sentido acompañarlo para que se esfuerce en concluir nada.
Yo toco cuatro canciones con el piano. Me gustaría poder tocar mejor el piano, interpretar sonatas, improvisar melodías, componer canciones. Siempre que he intentado estudiar piano con una cierta asiduidad, he acabado dejándolo. Durante un tiempo estuve en lucha con esa situación, hasta que comprendí que a mi nunca me ha interesado tanto el piano como para esforzarme tanto. En realidad, cuando tenía tiempo libre lo dedicaba a otras cosas. ¿Por qué debería esforzarme entonces en algo que no es esencial para mi, en algo que parece ser un capricho de la mente que desea retener, más que una pasión profunda?
A pesar de que a uno le guste mucho su trabajo, hay días en que seguramente preferiría quedarse en casa o ir a pasear. Cuando es así, uno se esfuerza en reprimir sus deseos, por compromiso o responsabilidad. Por ejemplo, va a trabajar porque, si no lo hace, otros tendrán que realizar su tarea, o porque tiene una responsabilidad con la familia, o porque desea conseguir alguna cosa a cambio.
La persona sana es aquella que está en conexión con sus deseos y necesidades, y también es consciente de sus responsabilidades y compromisos. En cada ocasión quizás se esfuerza por razones diferentes: porque se conoce y sabe que eso le fortalece, porque quiere conseguir algo que requiere mayor entrega, porque tiene una responsabilidad con los demás, etc., pero no se esfuerza por hábito, como un autómata que vive su vida de manera inconsciente y aplica los mismos patrones en cualquier situación porque se le ha entrenado a ser así.
En realidad, cuando uno analiza el tipo de tareas que en general se pide a los niños que realicen en la mayoría de escuelas, tareas como repetir información, estudiar temas que ni viven ni comprenden, o reprimir necesidades vitales como levantarse y moverse, más que cultura del esfuerzo, parece que de lo que se trata es de imponer la cultura de la obediencia. Y cuando uno analiza cómo los sistemas educativos se estructuran a partir de necesidades económicas y políticas de los grupos sociales hegemónicos, es evidente que la así llamada cultura del esfuerzo es un eufemismo, disfrazado de medias verdades, para ocultar intereses de poder.
Desde mi punto de vista las personas que tienen capacidad de adaptación e integración social son aquellas que, en primer lugar, se siente bien consigo mismas, porque se han satisfecho suficientemente sus necesidades vitales de seguridad, amor y autonomía. Son personas capaces de estar en contacto con sus necesidades internas, y también perceptivas del contexto real y empáticas con las necesidades de los demás. Son personas que valoran el esfuerzo que deben realizar en cada instante, y que se entregan a la vivencia que están teniendo.
La capacidad de adaptarse no depende pues tanto de un hábito, sino de aspectos como la autoestima, la flexibilidad o la confianza. Cuando la autoestima está sana, uno está abierto a la experiencia y puede ser flexible y adaptar su actitud a las exigencias de la situación. Cuando uno confía en sí mismo, porque se ha sentido amado, y se le ha dado la oportunidad de construirse y aprender por sí mismo, entonces es más fácil que tenga la seguridad suficiente de que sostendrá lo que ocurra.
La preocupación sobre el futuro de nuestros hijos y alumnos es una inquietud lógica y sana. Es un ejercicio de responsabilidad por parte del adulto tomar en consideración las demandas que la sociedad efectúa sobre los niños y los jóvenes. Por lo tanto, tiene sentido que los educadores procuren vivencias para que los niños desarrollen las habilidades y construyan los conocimientos que les faciliten integrarse, relacionarse y adaptarse al grupo social.
Pero al hacer ello, el precio a pagar no puede ser la desconexión con las necesidades y deseos propios.
El gran problema de la escuela convencional es que parte de la idea de que el aprendizaje es el resultado del proceso de enseñanza o instrucción, cuando lo que mueve al niño, y a cualquier persona sana, es la relación.
Si el niño vive en la cotidianidad unos valores determinados, porque las personas con quien convive se relacionan con esos valores, lo normal es que integre también esos valores. Lo mismo podemos decir de los conocimientos.
Si el adulto considera que leer y escribir son herramientas necesarias para la integración y adaptación social, todo lo que tiene que hacer es cuidar el ambiente, cuidar las relaciones y procurar estímulos adecuados. El resto es, de nuevo, el agua que fluye hacia abajo por el río. Al no imponer un método, un itinerario, o un ritmo determinados a un grupo heterogéneo de personas, el adulto favorece que cada niño desarrolle esas habilidades sin perder la conexión con su naturaleza propia. El niño se integra y adapta, sin perder su individualidad y alegría innatas.
Cuando el individuo no pierde su capacidad de creación, la diversidad de las personas hace que el grupo social evolucione, y se adapte también a las nuevas situaciones, en un proceso bidireccional, o más bien, multidireccional, de condicionamiento, adaptación y crecimiento conjuntos.
Cada vez que se incorpora un niño a la escuela, él y su familia aportan una energía nueva al grupo que hace que todos podamos continuar creciendo. Si la presión adaptativa al grupo reprime la individualidad, todos perdemos.
La diversidad es el gran aliado de la supervivencia, así es en el mundo natural, así debemos entenderla también en lo social.
El educador que acompaña el crecimiento de los niños tiene que estar en un continuo proceso de crecimiento él mismo. No es posible dar lo que no tienes, y no tienes lo que no eres, expresa un aforismo oriental. Si el adulto se mueve desde un exceso de miedo, si no se conoce a sí mismo, si no vive la relación con alegría, ¿Cómo puede cuidar y acompañar el crecimiento de los niños?
A veces el adulto tiende también a dirigir a los niños porque teme perder el control si permite una mayor libertad, o bien porque desea sentirse válido y útil a través de enseñar al otro.
Algunas personas tienen dificultad en fluir con la relación y necesitan controlar y anticipar lo que pasará. Esto les lleva a un exceso de rigidez y orden, que en la posición de cuidador, puede llevar a un autoritarismo innecesario.
Puede haber una parte de temperamento en esa actitud, pero a menudo esa necesidad de control está relacionada también con un miedo profundo a ser, que inconscientemente se quiere compensar a través de tener: tener respuestas, tener discípulos, tener control.
De manera similar, enseñar y dirigir puede servir para compensar una autoestima dañada. Si el otro depende de mi, yo soy superior o al menos necesario, es decir, sirvo para algo. Cuando yo empezaba a trabajar como maestro, cuando repartía los exámenes con mi valoración numérica escrita en bolígrafo rojo y rodeada de un círculo, confieso que sentía un cierto placer en ello, como si tuviese un poder sobre el otro. Yo podía clasificar al otro, darle un valor,
aportarle un consejo para mejorar.
En definitiva, hay una variedad de razones por las cuales el adulto puede situarse en un tipo de acompañamiento directivo: porque piensa que el niño no es capaz de aprender por sí mismo o al menos no en el tiempo disponible; porque desea que el niño alcance el resultado, es decir, prioriza el objetivo al proceso, el tener al ser; porque quiere que el niño disponga de todo lo que pueda necesitar en el futuro; porque cree que hay una única manera correcta de hacer las cosas; porque desea que los niños se adapten al grupo social y no quiere arriesgar su propia pertenencia
al grupo; porque teme perder el control de la situación de la que se siente responsable; o porque necesita sentirse útil, superior o válido.
Como decíamos anteriormente, hay muchas ocasiones en las que el adulto debe acompañar desde la directividad, no hacerlo significaría no asumir la responsabilidad de cuidador. Cuando esa actitud parte de una percepción, el acompañamiento adecuado puede ser el de dirigir. Sin embargo, cuando se trata de un patrón fijo, acostumbra a tratarse de un movimiento que parte del dolor no integrado del adulto que suele dejar su imprenta en la autoestima del niño.

Diciembre en Mirones

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